Carmen Conde - Selección de poemas
¡Qué transparencia tiene la lluvia en el huerto!
Recta, afilada, continua...;
El cielo está más bajo. Se respira el gran aliento
del mar.
¡Recta, afilada, continua..., qué transparencia
tiene la lluvia en el huerto!
Caminamos al unísono.
Por vez primera otro corazón
se mueve con el mío.
A la vez: latido por latido.
Juntos, hacia encontrarnos.
Juntos, hasta desprendernos.
Son los labriegos jóvenes que aran en el cielo su porción redonda de aire. Cubos de tierra líquida vuelcan su gozo en las balsas. En el cónico remate de sus torres, una ventanita. Y las velas, curvándose de azul. La tierra compacta que los sustenta es dorada. Fina tierra en declive que acabará en barco.
Mientras los hombres mueren os digo yo, la que canta desoladas provincias del Duelo, que se me rompen sollozos y angustias contra barcos de ébano furibundo; y la fruta par de mis labios quema de suspiros porque los cielos se han dejado hincar imprecaciones sombrías.
A los hombres que mueren yo los sigo en su buscar por entre las raíces y los veneros fangosos, pues ellos y yo tenemos igual designio de ensueño debajo de la tierra.
¡Cállense todos los que no se sientan doblar de agonía hoy, día de espanto abrasado por teas de gritos, que esta mujer os dice que la muerte está en no ver, ni oír, ni saber, ni morir!
¡No los deshojéis, cañones; no los tricéis, ametralladoras, bombas grandísimas que caéis del cielo hondo y que parecéis dones de las nubes anchas, no rompáis los cuerpecitos de los niños!
¿No siente el plomo piedad de estos hombros de leche rosada, de estas sangrecitas dulces, de estas pieles de labios? ¿Ningún aviador enemigo tiene niñitos que levanten sus manos al viento de las hélices?
No. El enemigo no parece padre, y acaso es huérfano también. Por eso los niños se quiebran en tajos humeantes, y hay por los jardines cabelleras de musgos, rodillas con seda rasgada; suelto todo entre los árboles quebrados, con duelo sostenido de gritos que ayer eran cometas y hoy son pobres encías partidas que ya no gustarán mazorcas ni pezones frescos de madres enamoradas...
Unísona unidad compacta. Bajo retumbante que las montañas sostienen. Trazado indeleble en la abierta llanura. La luz que te señala en las noches de fuegos, revela tu arquitectura a la Toledo del alfanje líquido.
¿Quién, si no tiene un alma oceánica, puede resistirte el frente a frente, desnudos los dos de ternuras, en híspidos inviernos como los tuyos?
He puesto mis manos sobre tu roca amartillada, domada, hecha carmen de ardores, y nos hemos trasvasado el calor que nada ni nadie apaga.
Luego de la luz era la Luz.
Después estaba el mar y con el mar
un ansia de morir siendo su vida.
Mi alma sola, sueño liso respiraba
por sus ramas silenciosas de agua quieta.
Otros seres que achicaban mi estatura
ascendían en un vuelo transparente.
Ya estos días que reciben mi presencia
iban lejos de mi tiempo...;
un silencio de latidos resonaba.
Arriba de mi aurora cantó un pájaro
y yo lo repetí con inefable
claridad sin horizonte ni medida.
Porque si vinieres, y ya ni yo te espero,
quizá se prenderían mis cortezas.
Te pude soñar tanto, estabas luminoso
allá lejos de todos...
¿No era tuyo
un sueño incomprensible al que yo me asomaba
alargando los brazos, que no son de ceniza?
¡Eras tan ágil tú como son los caballos
que corren y se saltan obstáculos de piedra!
Entornando los ojos, si quisieras verías
que alucinada iba a tus propios umbrales
una criatura rápida, con muchos junios firmes,
ardiéndole los pulsos con tensa madurez...
Sería en tu misterio la que soñabas siempre,
que te soñaba vivo, suntuoso de sangre
generosa y audaz: hombre que me vencía
para cogerme suya, sometida y secreta.
Galopando resuelto a través de tus bosques
me llamabas creyendo que tu sueño fui sólo.
Porque no me creíste tan verdad como un ciervo,
no pudimos hallamos, no pudiste ser mío.
En la tierra de nadie, sobre el polvo
que pisan los que van y los que vienen,
he plantado mi tienda sin amparo
y contemplo si van como si vuelven.
Unos dicen que soy de los que van,
aunque estoy descansando del camino.
Otros «saben» que vuelvo, aunque me calle;
y mi ruta más cierta yo no digo.
Intenté demostrar que a donde voy
es a mí, sólo a mí, para tenerme.
Y sonríen al oír, porque ellos todos
son la gente que va, pero que vuelve.
Escuchadme una vez: ya no me importan
los caminos de aquí, que tanto valen.
Porque anduve una vez, ya me he parado
para ahincarme en la tierra que es de nadie.
Ellos, siempre tres, son tus ángeles costeros.
Los tres grandes molinos que te vuelan,
se arrebatan de sol, giran ebrios de azul,
salobres velas
en las manos del viento que te baña.
Molinos que en el campo son navíos
y que aquí, ya veleros anclados, te aureolan.
¡Cuánto barco en tu pueblo de oleajes,
derramándose el campo en blancos lienzos!
Agua dulce en la tierra de sembrados,
agua y sol en tus límites extremos.
Ellos giran y giran; remos, jarcias,
sin timón -que eres tú-, sobre los cielos.
No puedo separarte de tu destino o misión.
Eres mi cuerpo y seré de tu tierra, mañana.
Amasijo de aves, de flores, de cenizas tibias
que conllevas tú.
Así estoy creada, con los seres minúsculos
que inacabable absorbes, codicia avariciosa
de incorporarse criaturas, las que hiciste
para dejarlas volar, oler, amar y quemarse...
Ah, esas hogueras tuyas que no se acaban nunca
y alimentamos todos.
En mis manos hay parte de tu corteza,
de las ya consumidas y dolientes partes
que vientos y lluvias avasallaron... Oigo
vocecillas apenas, gemidos apenas, oigo
la muchedumbre que te puebla. Digo:
esto fue una alondra, esto de flores
consumidas con ansia de volver al origen. Estos
granos son de algún cedro, nogal o ciprés
que lentamente se desmoronaron.
Allí donde la mar,
fruta verde-roja, olor exhala,
deshace creando el mundo, yo sería
la mujer más dichosa si lograra
consumir el afán de poseerla:
comunión con sentidos liberados.
Allí donde la mar se ofrece ciega
como tú, como todos que la aman,
allí consumaría yo mis bodas
con elementos precipitándose.
Allí, nombre callado que no es nombre,
emergerías de mí, no Afrodita
apoyada en vestales sino piedra
que se deja tallar mansamente.
Allí me encontrarás enajenada
rompiendo en un cantar, porque segura
de salvarme de mí ya realizada.
Donde tierra dulcemente se adelgaza
suaviza con su arribo a las mareas,
allí donde la arena borra formas,
allí quisiera ser abandonada.
No a los montes que ásperos esperan:
sí a la mar que me hizo y que me tiene
en su voz de las mares de la Tierra.
Desnudado. La yerba arrasada.
Hambrientos rebaños.
Pueblos, en pantanos sumergidos;
añorando deshielos.
Gente padecida se derrumba
a su oscura miseria.
Minerales montañas desdichan
a los que ya envejecieron.
Los prados no alientan, tan secos
cual comidos por fuego.
Las casas alzadas por siglos
abren su boca a la muerte.
Huyó la juventud, dejando
duro manto del olvido.
Todo pasa. Nada espera.
Vacila y afirma, la Duda
avanza, se esconde su rostro mortal
de la angustia.
Apenas se oprime una fruta,
entrega su pulpa y su zumo,
sin dudas. Nosotros
vivimos con ellas.
La Tierra nos dice que sí
a cuanto pedimos. El mundo
no afirma nunca. Se niega.
¿Cómo reunir la esperanza
con su logro perfecto? La fruta
se brinda a los dientes;
nos riega garganta, entregando
su olor y su carne a la boca,
en tanto los miedos y dudas
triste amenaza barruntan.
La fruta es del cuerpo avariento;
la duda, ardiente carcoma.
¡Si la duda abrasante se hiciera
con la fruta salvada, Unidad!