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Antonio Oliver - Selección de poemas


Estas montañas del puerto
sólo tienen hierro y piedra.
¡Ningún árbol
dulcifica sus laderas!

Los barcos que hay en el puerto
todos son barcos de guerra...

...Y el horizonte se muere
por la gracia de una vela.

¡Al mar! ¡Quién fuese el mar! ...
¡Cuando te miro junto al mar
te besaría como el mar!

¡Ser pleno!
¡Ser azul!
... ¡ Y ser espuma,
por ti, que eres espuma!

¡Cuando te miro junto al mar
te besaría como el mar!
... ¡El mar! ¡Quién fuese el mar!

Por la oscura galería
van los mineros cantando,
esperando
llegar a la luz del día.

El cantar va resonando
en las otras galerías.
Y el monte se va preñando
de esperanzas y armonías.

Ya callaron los barrenos.
Ya cesó la voz del mando.

Caminar del nuevo día,
van cantando
por la oscura galería.

¡Molinito de mi tierra!
¡Tómame desnuda el alma
y que dé contigo vueltas!

¡Ya viene el viento del mar
al reclamo de tus velas!

¡Gira, gira, molinito,
que parece que me alegras!

Minero:
Cuando estás bajo la tierra,
¿sientes nostalgia de cielo?
- ¡Siento!

¡Minero:
Cuando estás bajo los montes,
¿tienes sobre ti su peso?
- ¡Tengo!

Minero:
Cuando sales de la mina,
¿no quieres volver adentro?
-¡Quiero!

Como el verso de ocho sílabas
el molino de ocho aspas.
Las palabras son las velas.
Las velas son las palabras.

Da vueltas, molino blanco,
para que la estrofa cante.
Gira, octosílabo, gira,
que hace viento de levante.

Del pozo profundo y fresco
sacará el molino el agua.
Y la estrofa, la alegría
del claro pozo del alma.

Da vueltas, verso octosílabo.
Abre tus velas al aire.
Canta, molinito, canta,
que hace viento de levante.

Molino, suelta las sílabas.
Verso, que giren tus aspas.
Que preñes las velas, viento.
Molino, ¡que suba el agua!

DECLARO abierto el mundo,
la rotación de las mañanas,
hoy,
Abril.

¡Acendremos las horas!
¡Galope el día, corcel de oro!
La arboleda prorrumpa en sol.

¡MAR Menor!
Cóncavo cielo.
Convexo amor.

Barca velera, rosa de albor.
Convexo amor.

Viento salino del Mar Mayor.
Convexo amor.

Púber canción.
Dardo de sol.
Convexo amor.

A la luz de la tarde,
como cuerpo y espíritu,
tierra y mar completándose.

Como espíritu y cuerpo,
tierra y mar invadiéndose
en espacio y en tiempo.

¡Oh, fragante equilibrio:
el del mar y la tierra,
el de cuerpo y espíritu!

Mar azul.
Cálida piedra.
Polvo de soles,
de lunas...,
de niñas
bajo la tierra.

Luz y polvo.
Los caminos
dan al aire
sus semillas,
amarillas
cual la tarde.

En el polvo
van las flores,
los rumbos de los senderos
y los cantos
con que olvidan los obreros.

Polvo de trenes y carros.
De autobuses y galeras.
Polvo que a los cielos tiende
en corpulentas hogueras.

Sudeste.
Pueblos lejanos...,
griegos, fenicios, romanos,
árabes y bizantinos.
Edades sobre los montes.
Robusta luz.
Polvo fino.

En el polvo están las rosas,
las rosas que el viento quiebra.
Polvo de soles,
de lunas...,
de niñas bajo la tierra.

Fondo azul de Carrascoy
sobre el campo levantino.
Tan lejos, contigo estoy
al pie de un blanco molino.

Campo de viña e higuera,
de algarrobo y olivar;
campo de almendro y palmera
siempre con viento del mar.

Huerto: serena bahía
que das rosas en Enero.
Reciente luz. ¡Alegría
del campo cartagenero!

¡Quién os viese, cielo llano,
palmera, balsa, mujer!
¡Quién tangiera con la mano
la tierra que le dio el ser!

Tierra: madre de la vida,
tierra encarnada y mollar,
tierra clara y encendida
que ahora quisiera mirar.

Erguido estás, arcángel de ocho alas,
en medio de mi campo levantino.
Erguido frente a costas que en sus calas
de tierra, te dan un aire puro y cristalino.

Con el día se encienden tus bengalas,
tus antorchas de faro campesino.
¡Oh, qué despiertas glorias nos propalas
en el ligero viento matutino!

Como hermanadas van tus ocho velas,
yo hermano con la luz el alma mía.
¡Qué libre el blanco corro de tus telas,
distancias de sol y de poesía!

Ocho alas de arcángel; ocho rosas
abiertas a las nubes, frente al cielo.
Ocho velas de arcángel; ocho esposas
del agua que se guarda en el subsuelo.

Este febrero he vivido en un país blanco.

Ramas y ramas se abrían a la luz
de un aire casto.
Yo miraba, miraba.
Aún las voy contemplando.
Aún guardo en mí
sus cifras de pureza,
su presencia de nardos.

Gracias, Amor,
por el hallazgo.

Hagamos, sí, porque la vida sea
un febrero tan cálido.
Con musas de cristal en los almendros,
con astros descendidos a los llanos,
con gloria y brisa azul sobre los montes,
con brisa, gloria y sol entre los ramos.

El eucaliptos, desde el reposo de mi cuarto, parecía más tierno, más sensible. El viento duro de la costa
lo azotaba con furia. Y yo sentía romperme, desgajarme lo hondo.
Pero llegaron inesperados pajarillos. Se posaron contentos en la ramita alta. Y me volvió la tranquilidad.
Los cristales, empañados todavía de la noche, me negaban su transparencia. Entonces, yo trazaba tu nombre sobre ellos, y a través de las letras,
quiero decir, de ti, iba viendo el paisaje.
El huerto de naranjos. Las laderas de almendros. El molino con sol.
Noviembre. Ya maduraban los racimos. Mozalbetes de los alrededores atraídos por la dorada tentación. Piedras que derramaban dátiles. Al crepúsculo, me exaltaba la fiebre sus hazañas. ¡Con qué prisa tan joven, con qué sana impaciencia se adelantaban al invierno! Lo abarrotaban todo -gorras, pañuelos, blusas- de luz serena y alta, de luz cuajada del estío, que en la rápida huida -corrían las sombras tras de ellos- se derramaba por los campos.

El Poniente disparaba soles y más soles, y ella atesoraba múltiples círculos amarillos, azules y verdes que se le posaban en la cabeza, en los hombros, en las manos. Pero donde más la herían era en los ojos.
Ni un barco, ni la más delgada línea de tierra enfrente de nosotros. Sólo las gaviotas acompañándonos toda la travesía, geometrizando el aire con sus vuelos. Y el sol, siempre el sol, que al caer ahora sobre el agua, al hundirse en inminente ahogo crepuscular nos lanzaba insistente aquellos círculos extraños, aquellas urgentísimas demandas coloreadas. Al principio ella dio su rostro a la ametralladora luminosa del crepúsculo como ofreciéndole batalla en el campo inmenso y azulado del mar. Luego, los soles chicos que procedían del sol grande y eterno se hicieron tantos y tan raudos que la perseguida bajó los párpados y se cobijó en mí.
Cuando volvió a abrirlos dentro de mi abrazo ya no quedaban soles diminutos en la tarde. Ningún oro en el mar. Todo era sombra húmeda y extensa. Las gaviotas se habían perdido y las únicas luces del cielo eran los ojos de la despierta y la telegrafía temblorosa de las estrellas.
También la mar, oscura y clara, se me entregaba ardientemente.
Cuando vuestra amada os quiera, incluidle en vuestro amor el mar. Así, si ella os quiere a vosotros y al mar es que su espíritu puede sumar un amor delimitado a otro casi infinito. Y ya sabemos que lo que decimos casi infinito es ya infinito para nosotros, que, por otra parte, no somos más que una suma de infinito y de tierra.

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